miércoles, 26 de febrero de 2014

Dominator Hercules Fundator

Los doce trabajos de Hércules.
Hace mucho mucho tiempo los dioses vivían cerca de los humanos. En aquellas lejanas épocas la Tierra era aún plana, el Sol paseaba por la bóveda celeste en un carro tirado por bellos caballos, terribles monstruos poblaban el mundo y las cosas más fantásticas podían y solían ocurrir.

Fue entonces cuando Zeus, aunque era el padre de los dioses y estaba casado -no demasiado felizmente, todo hay que decirlo- con su hermana, la temible diosa Hera, se enamoró perdidamente de la mortal Alcmena. Como los dioses pueden tomar la forma que quieran, se hizo pasar por su marido y la poseyó sin descanso toda una larguísima noche, que duró tres días de los nuestros. Y es que Zeus tenía mano con los de arriba y había pedido al Sol, su primo, que no saliese durante ese tiempo, para así gozar más y mejor de la muchacha. Fue una larga noche fecunda de amor. Ella quedó preñada. En su vientre empezó a crecer una criatura que habría de ser el más fuerte de cuantos seres existieron, existen o existirán.

Cuando el padre de los dioses, el olímpico Zeus, se enteró de su futura paternidad pronunció un terrible juramento:

- Juro por mí y por el Olimpo entero, por el Cielo y por la Tierra, juro y decreto que el próximo niño que de mi misma sangre nazca habrá de ser el señor de cuantos lo rodeen.

Dijo esto; y, sin saberlo, tales palabras habrían de ser la mayor desdicha para su vástago. En efecto, celosa y enfadada por el adulterio de su esposo, Hera decidió vengarse:

- No recuerda mi esposo en este momento que está próximo otro parto en su familia. Yo con mi poder y algunas ayudas lo adelantaré y haré que nazca antes el hijo de Esténelo que el de suyo. Y como las palabras de Zeus tienen que cumplirse...

Así fue como Euristeo, primo de Hércules, nació antes del tiempo establecido para ello. Él sería, pues, quien habría de convertirse en rey y señor de Micenas, la rica en oro.

Y poco después nació Hércules, a quien entonces los griegos llamaron Heracles, obligado por el equívoco juramento de su padre a obedecer y servir a alguien con quien no podía compararse ni por fuerza ni por belleza ni por inteligencia.

Muchas historias se cuentan del héroe Hércules. Se sabe que fue Hera la que puso en su cuna dos serpientes, para que lo mataran siendo un bebé. Él, sin embargo, las cogió con ambas manos y tiró de ellas hasta romperlas por la mitad y, despedazándolas, vencerlas. Fue la primera demostración de su fuerza.

De adolescente destacó por su valor y fuerza física, y fue admirado por todos, griegos y extranjeros. Tuvo buenos amigos, compañeros de juegos y peleas y creció, como no podía ser de otra forma, hermoso y robusto.

Se casó muy joven con la hija del rey de Tebas, con quien tuvo varios hijos. Parecía que vivirían felices y tranquilos...

Pero tanto odio y tanta rabia tenía la celosa Hera, que un día decidió hacer algo que causara realmente mucho daño a Heracles; así que, como ella era diosa y tenía un poder enorme, envió una terrible locura al héroe, que, sin quererlo, mató a sus propios hijos, echándolos a una hoguera. Desesperado y abatido, pidió perdón a los dioses.

Le león de Nemea
- Padre Zeus, y dioses que tenéis olímpicos palacios, perdonadme, si es que sabéis lo que es entre los hombres el dolor. Arrepentido estoy de lo que no yo, sino la cruel locura que se apoderó de mi ánimo hizo, entregando al fuego a mis queridos hijos. Ved, si no, cómo derramo ardientes lágrimas y cómo mi cara está marcada por profundos surcos, producidos por el incesante llanto.

- Sí, Heracles, como dioses todo lo sabemos y conocemos por tanto tu dolor. Pero algo tan terrible no puede ser perdonado si no es mediante una reparación. Tendrás que ir a ver a Euristeo, tu primo, y ponerte a sus órdenes incondicionales.

Euristeo le encomendó doce terribles tareas, los llamados trabajos de Hércules. Tuvo entonces el pobre Hércules que añadir a su tristeza la penosa labor de recorrer el mundo luchando contra monstruos y gigantes, leones invulnerables, serpientes de cien cabezas, jabalíes y ciervas velocísimas. Tuvo que acabar con plagas de voraces pájaros que arrasaban cosechas y capturar toros bravísimos y yeguas devoradoras de hombres. Hubo de limpiar enormes establos -él, el mejor de los héroes- llegar al país de las temibles amazonas, bajar a los infiernos y viajar a los occidentales confines del mundo.

Esos confines estaban cerca del país donde se ponía el Sol, más allá del Mediterráneo, en esa tierra que cientos, miles de años después los romanos llamarían Bética, y, pasados los tiempos, sería conocida como Andalucía. Era un país desconocido, en el que la realidad y la imaginación se mezclaban. Su tierra era rica, feraz, productora de toda clase de frutos. Bajo ella abundaban los minerales valiosos, el cobre, el oro... Su aire era limpio, sus aguas transparentes, sus bosques inmensos. La poca gente que por allí vivía era feliz, quizá como nadie lo ha sido luego nunca.

¿Y qué vino a hacer Heracles a nuestra tierra? Euristeo lo envió lo más lejos posible, con la secreta esperanza de que jamás volviera, o de que tardara mucho en hacerlo, ya que estaba muy lejos de Micenas. Le pidió que le llevara los rebaños de Gerión y las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.

Gerión, o Geriones, era un gigante que vivía en una isla que desapareció hace tanto tiempo que nadie recuerda dónde estaba situada exactamente, si frente a Cádiz o aquí cerca, en la desembocadura del Guadalquivir. La isla se llamaba Eriteia -la Roja- por el precioso color de los atardeceres de los que aún disfrutamos nosotros. Geriones poseía ingentes manadas de bueyes en la isla roja del extremo del mundo, guardados por un perro horrible, hijo de dos monstruos. La misión de Hércules era la de llevar a Euristeo estos bueyes.

- Iré, primo Euristeo, - dijo Hércules - al país de la puesta del Sol, como me mandas. Sé que una vez más correré innumerables peligros, pues tendré que cruzar el Océano. Nadie lo ha atravesado antes y nadie sabe cómo hacerlo. Mas no pienses que me perderé o que dejaré mi vida en el intento. Volveré y te traeré lo que pides.

Y, llegado al límite sagrado entre el agua y la tierra, mirando cara a cara al Sol, nuestro héroe gritó:

- ¡Oh, Sol, mírame! Tú me conoces bien y sabes que mi fuerza es grande. Mira también este carcaj que traigo a mis anchas espaldas colgado. Está bien provisto de flechas agudas, que irán a clavarse en ti, si es que no me ayudas. Atiéndeme y dame el medio de cruzar el Océano, o te arrepentirás.

La leyenda de Hércules.
Dicho esto, Hércules vio acercarse por la superficie del azulado mar, empujada por una suave brisa, la dorada embarcación con la que Helios, el Sol, recorre de noche el Océano para llegar de nuevo a oriente y poder, al amanecer siguiente, emprender su viaje a través del cielo. Esta barca era una especie de enorme copa de oro. Subió a ella. El propio dios Océano, temeroso de Hércules, le permitió el paso y lo depositó sano y salvo, en las costas de Eriteia.

Pero lo esperaba en la orilla el monstruoso perro Ortro, que hasta entonces a todos había devorado, salvo a Gerión, su dueño. Heracles consiguió cansarlo y matarlo, siendo el único que ha podido escapar de sus garras. Enterado el gigante, fue a por él, pero ¿cómo no iba Hércules a deshacerse de su rival, si había sido capaz de vencer a su terrible Ortro? Resultó muerto. El héroe logró, no sin esfuerzo, apoderarse de todo el rebaño y con él huyó hasta el reino de Tartesos, que era entonces gobernado por un anciano y sabio rey.

De Tartesos dicen algunos que era un país tan rico y tan próspero que hasta los adoquines de algunas calles eran de oro puro y que la plata y el bronce también eran abundantísimos. Allí fue bien acogido y allí descansó antes de proseguir su azaroso y largo viaje.

- En recuerdo de esta aventura mía -se dijo el hijo de Zeus- y para que siempre sea recordada levantaré dos enormes columnas, una a cada lado del mar, de forma que mientras exista el mundo yo goce de fama.

E hizo, en un momento, una de ellas en lo que luego sería Gibraltar, y la otra en donde habría de estar la futura ciudad de Ceuta. De ellas nos quedan sus restos: el peñón en Europa y el monte Hacho en África, lo que nos da idea de la magnitud de las colosales columnas. Estas columnas son conocidas como las Columnas de Hércules, y son el símbolo del estrecho. Aparecen hoy día en el escudo de España.

A lo largo de su viaje de vuelta a través de Iberia, la costa mediterránea, Italia, Sicilia y Grecia, sufrió innumerables ataques de bandoleros, de los que, lógicamente, salió indemne. Tras muchas peripecias, llegó a la costa de Jonia, donde Hera -una vez más Hera- envió unos tábanos furiosos contra los bueyes, que, enloquecidos, huyeron. Muchos de ellos se perdieron, dando origen a unas manadas salvajes que existían en la antigüedad por las llanuras de Escitia.

- Llegué a Micenas hace unos momentos y aquí estoy, primo, te entrego lo que queda del rebaño de Gerión - gritó Hércules entrando en palacio. Muy dura fue esta aventura y muchos males sufrí; todos sean bien sufridos si valen para alcanzar el perdón y reparar, ay de mí, el crimen que la locura causó en mi descendencia. Ea, Euristeo, haz con ellos lo que debas, pero creo que no estaría mal que sacrificaras los bueyes a los dioses.

- Bien, primo Heracles, sea lo que dices. No seré yo quien no honre a los dioses olímpicos. Pero vete preparando para otra misión que en sueños me vino para ti. Sabes que tienes la sagrada obligación de obedecerme, si es que deseas de verdad que se perdone -aunque jamás se olvidará- tu execrable crimen.

- Como quieras - respondió Hércules, que sintió una punzada de dolor en el corazón al recordar a sus hijos.

Y le fueron encomendadas de nuevo tareas muy duras. A la vuelta de una de ellas, llegando de los infiernos, a los que había tenido que descender para capturar al can Cerbero, Euristeo dijo al valiente Hércules:

- Ve ahora, inmediatamente y sin darte lugar para el descanso, a por las manzanas de oro que Gea, la Tierra, regaló a Hera al casarse con Zeus. La diosa las mandó plantar en un jardín que hay junto al monte Atlas, el gigante tremendo que sostiene el mundo con sus hombros.

Allá en los límites de lo desconocido, protegido por un dragón inmortal de cien cabezas y por las hijas de la Tarde, las hermosas Hespérides de trenzas de color azafrán, estaba el maravilloso árbol. Nadie sabía el camino, excepto el dios marino Nereo. El héroe, en un alarde más de fuerza y valentía, ató a éste mientras dormía y no lo soltó hasta que le reveló el camino. Parece que Hércules anduvo errante por Egipto y el norte de África, Asia Menor y Arabia, embarcó de nuevo, como hiciera en la otra aventura, en la copa del Sol y llegó al otro lado del Océano. Pasó por el Cáucaso, donde liberó a Prometeo de su terrible castigo: un águila le comía de día el hígado, que se le regeneraba por la noche, haciendo que su dolor fuese eterno.

Fue Prometeo quien, agradecido, recomendó a Hércules que se valiera de Atlas, el gigante que sostenía la bóveda celeste, para recoger las manzanas.

- Glorioso y poderoso Atlas, ¿podría pedir de ti un favor? - inquirió el héroe- ¿Por qué no me ayudas a recoger las manzanas doradas que crecen en el jardín de las Hespérides, aquí cerca? Yo, mientras, te relevaré en tu carga y así podrás descansar al menos algún tiempo. Fuerte soy, tú lo sabes. Mira mis brazos, mis hombros, mi musculoso vientre y mis piernas, que recuerdan las columnas que no ha mucho construí. Puedo, como tú, sostener el mundo sin vacilar y sin miedo a que se caiga.

Aceptó el gigante, pero a la vuelta, ya con el dorado fruto en su poder, dijo Atlas que sería él mismo quien llevara las manzanas a Euristeo, y que permaneciera en su lugar hasta que él regresara. Sin duda pretendía descansar de su labor por más tiempo.

- Bien, Atlas -contestó Hércules, tramando un ardid, pues, además de fuerte no era escaso de inteligencia.

- Pero déjame que vaya a buscar, en un momento, una almohada para mi cuello. Tú estás acostumbrado a tu carga, pero yo no. Me vendrá bien y estaré más cómodo, de forma que podrás estar más tranquilo y tardar en volver cuanto te plazca.

Accedió Atlas, lo que aprovechó el otro para irse corriendo, a pesar de los requerimientos del gigante para que volviese. Y una vez conseguidas, llevó a Euristeo las manzanas, que fueron entregadas a la propia diosa Atenea.

- Ten las manzanas que me pediste. Ahora yo cumplí ya mi parte; cumplid vosotros, dioses, la vuestra y quede yo liberado de la opresión que desde hace años sufro en mi corazón. Pues, aun no siendo mía la culpa, sino del extraño furor que se apoderó de mis miembros, os pido de nuevo perdón.

Este fue el último de los doce trabajos de Hércules, tras los cuales el héroe limpió su culpa y fue perdonado por los dioses y admirado por los hombres, perdurando su fama para siempre.

Otras muchas aventuras vivió Hércules, pero ya lejos de nuestras tierras y no al servicio de Euristeo. Aparece en un lugar destacado en la expedición de Jasón y los Argonautas en su viaje a por el vellocino de oro, en el extremo opuesto del mundo conocido, allá por la Cólquide, en el más lejano rincón del Mar Negro.

Sabemos de su vida que se casó también con Deyanira, con quien tuvo cinco hijos, lo que no impidió que fuera padre otras sesenta y cinco veces. Vivió igualmente enamorado de algún que otro jovenzuelo, como el guapo Hilas.

Murió abrasado en una pira, después de sufrir un cruel tormento: se le adhirió a la piel un vestido impregnado en veneno, dado por su esposa como filtro amoroso. De entre las llamas fue trasladado al cielo, donde ahora vive. Y, pasado el tiempo Hércules fue recordado en las estrellas, entre las que algunas constelaciones nos hablan de sus hazañas.
Monumento a Hércules, ante el parlamento de Andalucía.

Para que su paso por estas tierras hace miles de años, en esa época en la que, como decíamos, los dioses y los hombres vivían cerca, fue elegido como símbolo y escudo de Andalucía, en el que aparece entre dos leones y junto a las columnas que alzara, muestra una vez más de su fuerza y su gran valor.

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